jueves, 24 de noviembre de 2016

El Milagro de lo Ordinario

En una tarde de lluvia...

Quizá lo que vi fue que, seamos quienes seamos e independientemente del personaje que nos haya sido asignado en el gran juego de la vida, ese personaje emerge de algo infinitamente mayor que él. Este personaje no puede sostenerse en sí mismo, porque, como descubrieron los grandes filósofos existencialistas, carece de fundamento, por detrás de él está operando un poder mucho mayor, un poder infinitamente mayor. Le llamemos Dios, Tao o cualquiera de los mil nombres diferentes. Eso es lo que da origen a todas las cosas y en su ausencia, nada existe. No es algo que pueda ser alcanzado a través del pensamiento, porque "Eso" es lo que da origen al pensamiento. No es algo que pueda ser descubierto al final de una larga búsqueda, porque "Eso" es lo que pone en marcha toda búsqueda. Y tampoco, de hecho, es nada de lo que pueda hablarse, porque de "Eso", precisamente, emerge el habla.
 ¿Y qué es Eso? Es este momento y todo lo que en él aflora. 
 Este instante es el único lugar en el que emergen todas las cosas y nada puede aparecer si no lo hace ahora. Cualquier idea que tengas de ti mismo sólo puede emerger en este instante. Todos los sonidos presentes, todos los sentimientos son sentimientos presentes y todos los pensamientos son pensamientos presentes. Y aunque nunca pueda ser capturado en palabras, nos pasamos la vida tratando de hacerlo. 
En este momento, “tú” (es decir, lo que crees ser) sólo existe como pensamiento, lo que significa que ahora, en este mismo instante, “tu” no existes. Eso fue, precisamente, lo que vi (aunque nadie lo viera) en ese día lluvioso. El individuo no “existe” como lo hace este árbol o esa flor, jamás puede tener esa solidez, esa certeza o esa forma concreta y definida. 
Nosotros carecemos de fundamento y flotamos en el océano de la nada. Como dijo Sartre, siempre estamos escapando de nosotros mismos, esforzadonos denodadamente en apresar lo que llamamos “yo” para acabar con un puñado de nada. Y eso genera una gran ansiedad, porque en algún lugar, en lo más profundo de nosotros, sabemos que nuestra realidad se asemeja a la de los castillos de arena. Por ello nos empeñamos en asentar cimientos, en echar raíces, en anclarnos, en aferrarnos a las cosas, en identificarnos con nuestro trabajo, con los demás con las ideas, con los ideales y con las ideologías, con la expectativa desesperada de que todas esas cosas nos salven y nos proporcionen el ansiado fundamento del que carecemos. 
Nos identificamos con las creencias, los ídolos, los dioses y las religiones hechas a imagen del hombre, pero todas las creencias existen en la sombra de la duda, lo que hace generar más ansiedad, porque, por debajo de todo, tememos que aquello a lo que más nos aferramos acabe disolviéndose. Los budistas siempre han dicho que toda forma es impermanente. Por ello nos aferramos con más intensidad, poniendo en marcha un círculo vicioso que da vueltas y más vueltas hasta el momento de la muerte. 
Pero lo que vi ese día de otoño trasciende nuestros frágiles intentos de anclarnos. Lo que ese día se reveló es el secreto de que, en realidad, no existe ningún secreto. Lo que se vio ese día es la evidencia última de que ya estamos anclados en algo que nos trasciende. Siempre estamos anclados en el momento presente, en el Dios que se encuentra más allá de Dios, en lo divino, por más que todo lo que hagamos da por sentado que no lo estamos. Todo lo que hacemos para estar más presentes y para estar más cerca de Dios lo que hace es intensificar nuestra alienación de la Fuente. 
El secreto que tan desesperadamente buscamos a lo largo de nuestra vida se halla ya frente a nosotros y lo divino ya está presente en las cosas más ordinarias de la vida Dios siempre está con nosotros. Y eso no es algo que podamos “lograr”, porque ya es. Ésa es, en realidad, la esencia misma de la vida!!
 Fue un paseo otoñal y húmedo en un día muy normal y corriente. Pero en esa misma normalidad se reveló lo extraordinario, resplandeciendo tan intensamente en la humedad, la oscuridad y el barro del suelo que el yo se disolvió, desapareció y se convirtió en Ello. Y aunque esta descripción suene como si hubiera ocurrido algo muy especial, ese día, bajo la lluvia, no pasó absolutamente nada, sólo fue un paseo normal y corriente un día de lo mas normal y de lo más corriente. 
Atravesé la gran puerta de hierro, crucé la calzada y me uní a otras personas para esperar, bajo la marquesina de la parada, la llegada de autobús. Nada había cambiado, pero todo era distinto. Había atisbado algo, algo muy profundo y extraordinario que, a pesar de ello, era completamente normal y corriente. No había nada sorprendente en el hecho de que lo más ordinario se revelase como el significado único de la vida y de que quien hasta entonces había creído ser se revelase como un mero relato.
 No había nada sorprendente en el hecho de que lo divino se revelase en lo absolutamente obvio de que Dios fuera uno con el mundo y estuviera presente en todas y cada una de las cosas. Subí al autobús y, cuando la lluvia arreció contra sus sucios cristales, sonreí. 
¡Qué auténtico regalo estar vivo, ahora, en este instante, en este cuerpo y en este lugar concretos, aunque todo sea impermanente y aunque, por más que busquemos, sólo encontremos vacuidad! 
De todas las infinitas posibilidades, estás aquí y estás ahora. 
Y, aunque no siempre será así, es ahora. 

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