En una tarde de lluvia...
Quizá lo que vi fue que, seamos quienes seamos e
independientemente del personaje que nos haya sido asignado en el
gran juego de la vida, ese personaje emerge de algo infinitamente
mayor que él. Este personaje no puede sostenerse en sí mismo, porque,
como descubrieron los grandes filósofos existencialistas, carece de
fundamento, por detrás de él está operando un poder mucho mayor, un
poder infinitamente mayor. Le llamemos Dios, Tao o cualquiera de los
mil nombres diferentes. Eso es lo que da origen a todas las cosas y en
su ausencia, nada existe. No es algo que pueda ser alcanzado a través
del pensamiento, porque "Eso" es lo que da origen al pensamiento. No
es algo que pueda ser descubierto al final de una larga búsqueda,
porque "Eso" es lo que pone en marcha toda búsqueda. Y tampoco, de
hecho, es nada de lo que pueda hablarse, porque de "Eso", precisamente,
emerge el habla.
¿Y qué es Eso?
Es este momento y todo lo que en él aflora.
Este instante es el único lugar en el que emergen todas las cosas y
nada puede aparecer si no lo hace ahora. Cualquier idea que tengas
de ti mismo sólo puede emerger en este instante.
Todos los sonidos presentes, todos los sentimientos son
sentimientos presentes y todos los pensamientos son pensamientos
presentes.
Y aunque nunca pueda ser capturado en palabras, nos pasamos la
vida tratando de hacerlo.
En este momento, “tú” (es decir, lo que
crees ser) sólo existe como pensamiento, lo que significa que ahora,
en este mismo instante, “tu” no existes. Eso fue, precisamente, lo que
vi (aunque nadie lo viera) en ese día lluvioso. El individuo no
“existe” como lo hace este árbol o esa flor, jamás puede tener esa
solidez, esa certeza o esa forma concreta y definida.
Nosotros carecemos
de fundamento y flotamos en el océano de la nada. Como dijo
Sartre, siempre estamos escapando de nosotros mismos, esforzadonos
denodadamente en apresar lo que llamamos “yo” para acabar con un
puñado de nada.
Y eso genera una gran ansiedad, porque en algún lugar, en lo
más profundo de nosotros, sabemos que nuestra realidad se asemeja
a la de los castillos de arena. Por ello nos empeñamos en asentar
cimientos, en echar raíces, en anclarnos, en aferrarnos a las cosas, en
identificarnos con nuestro trabajo, con los demás con las ideas, con
los ideales y con las ideologías, con la expectativa desesperada de
que todas esas cosas nos salven y nos proporcionen el ansiado fundamento
del que carecemos.
Nos identificamos con las creencias, los
ídolos, los dioses y las religiones hechas a imagen del hombre, pero
todas las creencias existen en la sombra de la duda, lo que hace
generar más ansiedad, porque, por debajo de todo, tememos que
aquello a lo que más nos aferramos acabe disolviéndose. Los
budistas siempre han dicho que toda forma es impermanente. Por
ello nos aferramos con más intensidad, poniendo en marcha un
círculo vicioso que da vueltas y más vueltas hasta el momento de la
muerte.
Pero lo que vi ese día de otoño trasciende nuestros frágiles
intentos de anclarnos. Lo que ese día se reveló es el secreto de que, en
realidad, no existe ningún secreto. Lo que se vio ese día es la
evidencia última de que ya estamos anclados en algo que nos
trasciende. Siempre estamos anclados en el momento presente, en el
Dios que se encuentra más allá de Dios, en lo divino, por más que todo
lo que hagamos da por sentado que no lo estamos. Todo lo que
hacemos para estar más presentes y para estar más cerca de Dios lo
que hace es intensificar nuestra alienación de la Fuente.
El secreto
que tan desesperadamente buscamos a lo largo de nuestra vida se
halla ya frente a nosotros y lo divino ya está presente en las cosas más
ordinarias de la vida
Dios siempre está con nosotros. Y eso no es algo que podamos
“lograr”, porque ya es. Ésa es, en realidad, la esencia misma de la
vida!!
Fue un paseo otoñal y húmedo en un día muy normal y
corriente. Pero en esa misma normalidad se reveló lo extraordinario,
resplandeciendo tan intensamente en la humedad, la oscuridad y el
barro del suelo que el yo se disolvió, desapareció y se convirtió en
Ello.
Y aunque esta descripción suene como si hubiera ocurrido algo
muy especial, ese día, bajo la lluvia, no pasó absolutamente nada,
sólo fue un paseo normal y corriente un día de lo mas normal y de lo
más corriente.
Atravesé la gran puerta de hierro, crucé la calzada y me uní a
otras personas para esperar, bajo la marquesina de la parada, la
llegada de autobús.
Nada había cambiado, pero todo era distinto. Había atisbado
algo, algo muy profundo y extraordinario que, a pesar de ello, era
completamente normal y corriente. No había nada sorprendente en el
hecho de que lo más ordinario se revelase como el significado único
de la vida y de que quien hasta entonces había creído ser se revelase
como un mero relato.
No había nada sorprendente en el hecho de que lo divino se
revelase en lo absolutamente obvio de que Dios fuera uno con el
mundo y estuviera presente en todas y cada una de las cosas.
Subí al autobús y, cuando la lluvia arreció contra sus sucios
cristales, sonreí.
¡Qué auténtico regalo estar vivo, ahora, en este
instante, en este cuerpo y en
este lugar concretos, aunque todo sea impermanente y aunque, por
más que busquemos, sólo encontremos vacuidad!
De todas las
infinitas posibilidades, estás aquí y estás ahora.
Y, aunque no siempre
será así, es ahora.
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