miércoles, 6 de mayo de 2015

¿Y TU, QUE ESPERAS PARA VIVIR EN LIBERTAD?

HABLANDO DE SER TU MISMO CON BUCAY...

 


Autodependencia significa contestarse las tres preguntas existenciales básicas:  Quién soy, adónde voy y con quién.  Pero contestarlas en ese orden. Cuidado con tratar de decidir adónde voy según con quién estoy. Cuidado con definir quién soy a partir de quién me acompaña.  Porque en ese camino nos vamos a encontrar con la historia de la pareja que está viajando por Europa en uno de esos tours “Ocho países en diez días” y cuando cruzan un puente sobre un río en medio de una hermosa ciudad, ella pregunta: —¿Qué ciudad es ésta, viejo? Y él contesta: —¿Qué día es hoy?  Ella dice: —Martes. Él cuenta con los dedos  y finalmente informa: —Entonces es Bruselas. 
No nos sirve este esquema.  No puedo definir mi camino desde ver el tuyo y no debo definirme a mí por el camino que estoy recorriendo. Voy a tener que darme cuenta: soy yo el que debe definir primero quién soy.  
Al respecto, yo suelo decir que contestarse estas preguntas determina la diferencia entre un ser humano, un individuo o una persona.  Porque éstos son tres conceptos diferentes.  Cuando nacemos todos somos seres humanos, es decir, pertenecientes al género humano. Como tales, somos todos iguales. A medida que crecemos, vamos desarrollando en nosotros parte de lo que traíamos como información genética, nuestro aspecto físico, nuestras fortalezas y nuestras debilidades, y una parte de nuestra forma de encarar la vida, es decir, nuestro temperamento6.  Al nacer, sólo somos seres humanos. Este temperamento, que al principio es idéntico o parecido a millones de otros, con la experiencia, la historia personal, nos transforma en el individuo que cada uno de nosotros va a ser.  Individuo quiere decir indiviso, alude a la unidad que cada uno de nosotros es, pero también quiere decir único, en el sentido de especial.  Seres humanos somos todos “de nacimiento”, y como seres humanos tenemos ciertas características comunes: un corazón con dos aurículas, dos ventrículos, un cerebro, etc. Pero como individuos, hay cosas que son únicas y nos pertenecen a nosotros.  
El proceso de crecimiento implica la toma de conciencia de  la interacción entre este temperamento y la realidad para transformar mi manera de ser en una manera particular de ser, en una manera individual de ser.  Nos vamos sabiendo diferentes, vamos dejando de parecernos a todos.  Los que tienen más de un hijo saben que cada hijo tiene su propia manera de ser, y que hay un momento en que el chico asume su propia individualidad, sabe lo que significa “yo” y sabe que “yo” es diferente de otros,
                                                                                                                      
Sabe que al hermano le gusta el caballo de la calesita y a él el helicóptero; que él prefiere viajar del lado de la ventanilla y el hermano elige siempre el lugar del medio. Empieza a discriminarse, en el sentido de separarse y diferenciarse del afuera.  Este ser humano discriminado y separado de los otros se llama individuo, pero no alcanza con ser un individuo para ser una persona. Ser una persona es más todavía. Casi todos los seres humanos que conozco han llegado a ser individuos, pocos han llegado a ser personas. Para llegar a ser una persona es necesario asistir y padecer un proceso.  El proceso de convertirse en persona, como lo llamaba Carl Rogers, es doloroso; implica ciertas renuncias, ciertas adquisiciones y también mucho trabajo personal.    Para autodepender, voy a tener que pensarme a mí como el centro de todas las cosas que me pasan. 
Autodependencia es un espacio que tiene que ver, a veces, con cierta ingratitud.  Porque la gente autodependiente no es manipulable. Y todo el mundo detesta a aquella gente que no se deja manipular. 

Y ya que dependo de mí, voy a tener que concederme a mí mismo algunos permisos si quiero ser una persona. Y digo concederme a mí mismo y digo que te concedas a vos mismo y digo que cada uno haga lo propio; porque no hablamos del señor que cometió un error y está preso, de la pobre mujer descerebrada que está en una cama del hospital ni del  hombre que agoniza víctima de una enfermedad terminal... Hablamos, en verdad, de nosotros. De los permisos que Virginia Satir  llamaba “inherentes a ser persona”.  
Cualquiera que no ostente alguno de estos cinco permisos no es una persona.  Y uno se pregunta, ¿qué es, si no es una persona?...  Será, con toda seguridad, un ser humano, tal vez también un individuo, pero... una persona NO.  Porque, como dije anteriormente, ser persona es mucho más.

  
1/ Me concedo a mí mismo el permiso de estar y de ser quien soy, en lugar de creer que debo esperar que otro determine dónde yo debería estar o cómo debería ser. 
2/ Me concedo a mí mismo el permiso de sentir lo que siento, en vez de sentir lo que otros sentirían en mi lugar. 
3/ Me concedo a mí mismo el permiso de pensar lo que pienso y también el derecho de decirlo, si quiero, o de callármelo, si es que así me conviene. 
4/ Me concedo a mí mismo el permiso de correr los riesgos que yo decida correr, con la única condición de aceptar pagar yo mismo los precios de esos riesgos. 
5/ Me concedo a mí mismo el permiso de buscar lo que yo creo que necesito del mundo, en lugar de esperar que alguien más me dé el permiso para obtenerlo. 

Estos cinco permisos esenciales condicionan nuestro ser persona. Y ser persona es el único camino para volverse autodependiente.  Porque estos permisos me permiten finalmente ser auténticamente quien soy.  

sábado, 2 de mayo de 2015

Hojas de Ruta

      
Seguramente hay un rumbo posiblemente y de muchas maneras personal y único. 
Posiblemente haya un rumbo seguramente y de muchas maneras el mismo para todos. 
Hay un rumbo seguro y de alguna manera posible. 
De manera que habrá que encontrar ese rumbo y empezar a recorrerlo. Y posiblemente habrá que arrancar solo y sorprenderse al encontrar, más adelante en el camino, a todos los que seguramente van en la misma dirección. Este rumbo último, solitario, personal y definitivo, sería bueno no olvidarlo, es nuestro puente hacia los demás, el único punto de conexión que nos une irremediablemente al mundo de lo que es. Llamemos al destino final como cada uno quiera: felicidad, autorrealización, elevación, iluminación, darse cuenta, paz, éxito, cima, o simplemente final... lo mismo da. Todos sabemos que arribar con bien allí es nuestro desafío.  Habrá quienes se pierdan en el trayecto y se condenen a llegar un poco tarde y habrá también quienes encuentren un atajo y se transformen en expertos guías para los demás. Algunos de estos guías me han enseñado que hay muchas formas de llegar, infinitos accesos, miles de maneras, decenas de rutas que nos llevan por el rumbo correcto. Caminos que transitaremos uno por uno. Sin embargo, hay algunos caminos que forman parte de todas las rutas trazadas.  Caminos que no se pueden esquivar.  Caminos que habrá que recorrer si uno pretende seguir.  Caminos donde aprenderemos lo que es imprescindible saber para acceder al último tramo.  

Para comprender mejor, una hermosa enseñanza...
                                                              La Alegoría del Carruaje 
Un día de octubre, una voz familiar en el teléfono me dice:  —Salí a la calle que hay un regalo para vos.  Entusiasmado, salgo a la vereda y me encuentro con el regalo. Es un precioso carruaje estacionado justo justo frente a la puerta de mi casa. Es de madera de nogal lustrada, tiene herrajes de bronce y lámparas de cerámica blanca, todo muy fino, muy elegante, muy “chic”. Abro la portezuela de la cabina y subo. Un gran asiento semicircular forrado en pana bordó y unos visillos de encaje blanco le dan un toque de realeza al cubículo. Me siento y me doy cuenta que todo está diseñado exclusivamente para mí, está calculado el largo de las piernas, el ancho del asiento, la altura del techo... todo es muy cómodo, y no hay lugar para nadie más.  Entonces miro por la ventana y veo “el paisaje”: de un lado el frente de mi casa, del otro el frente de la casa de mi vecino... y digo: “¡Qué bárbaro este regalo! Qué bien, qué lindo...” Y me quedo un rato disfrutando de esa sensación.  Al rato empiezo a aburrirme; lo que se ve por la ventana es siempre lo mismo.  Me pregunto: “¿Cuánto tiempo uno puede ver las mismas cosas?” Y empiezo a convencerme de que el regalo que me hicieron  no sirve para nada.  De eso me ando quejando en voz alta cuando pasa mi vecino que me dice, como adivinándome:  —¿No te das cuenta que a este carruaje le falta algo? Yo pongo cara de qué-le-falta mientras miro las alfombras y los tapizados.  —Le faltan los caballos —me dice antes que llegue a preguntarle.  Por eso veo siempre lo mismo —pienso—, por eso me parece aburrido...     —Cierto —digo yo. Entonces voy hasta el corralón de la estación y le ato dos caballos al carruaje. Me subo otra vez y desde adentro grito: —¡¡Eaaaaa!! El paisaje se vuelve maravilloso, extraordinario, cambia permanentemente y eso me sorprende.  Sin embargo, al poco tiempo empiezo a sentir cierta vibración en el carruaje y a ver el comienzo de una rajadura en uno de los laterales.  Son los caballos que me conducen por caminos terribles; agarran todos los pozos, se suben a las veredas, me llevan por barrios peligrosos.  Me doy cuenta que yo no tengo ningún control de na-da; los caballos me arrastran a donde ellos quieren.  Al principio, ese derrotero era muy lindo, pero al final siento que es muy peligroso.  Comienzo a asustarme y a darme cuenta que esto tampoco sirve.  En ese momento, veo a mi vecino que pasa por ahí cerca, en su auto. Lo insulto: —¡Qué me hizo! Me grita:  —¡Te falta el cochero! —¡Ah! —digo yo.  Con gran dificultad y con su ayuda, sofreno los caballos y  decido contratar a un cochero. A los pocos días asume funciones. Es un hombre formal y circunspecto con cara de poco humor y mucho conocimiento.  Me parece que ahora sí estoy preparado para disfrutar verdaderamente del regalo que me hicieron. Me subo, me acomodo, asomo la cabeza y le indico al cochero adónde quiero ir.  Él conduce, él controla la situación, él decide la velocidad adecuada y elige la mejor ruta.  Yo... Yo disfruto del viaje. 
Esta pequeña alegoría debería servirnos para entender el concepto holístico del ser. Hemos nacido, salido de nuestra “casa” y nos hemos encontrado con un regalo: nuestro cuerpo. Un carruaje diseñado especialmente para cada uno de nosotros. Un vehículo capaz de adaptarse a los cambios con el paso del tiempo, pero que será el mismo durante todo el viaje.  A poco de nacer, nuestro cuerpo registró un deseo, una necesidad, un requerimiento instintivo, y se movió. Este carruaje —el cuerpo— no serviría para nada si no tuviese caballos; ellos son los deseos, las necesidades, las pulsiones y los afectos.  Todo va bien durante un tiempo, pero en algún momento empezamos a darnos cuenta que estos deseos nos llevaban por caminos un poco arriesgados y a veces peligrosos, y entonces tenemos necesidad de sofrenarlos. Aquí es cuando aparece la figura del cochero: nuestra cabeza, nuestro intelecto, nuestra capacidad de pensar racionalmente. Ese cochero manejará nuestro mejor tránsito. Hay que saber que cada uno de nosotros es por lo menos los tres personajes que intervienen allí.       Vos sos el carruaje, sos los caballos y sos el cochero durante todo el camino, que es tu propia vida.  La armonía deberás construirla con todas estas partes, cuidando de no dejar de ocuparte de ninguno de estos tres protagonistas. 
                                                                                                                                
Dejar que tu cuerpo sea llevado sólo por tus impulsos, tus afectos o tus pasiones puede ser y es sumamente peligroso. Es decir, necesitás de tu cabeza para ejercer cierto orden en tu vida.  El cochero sirve para evaluar el camino, la ruta. Pero quienes realmente tiran del carruaje son tus caballos. No permitas que el cochero los descuide. Tienen que ser alimentados y protegidos, porque... ¿qué harías sin los caballos? ¿Qué sería de vos si fueras solamente cuerpo y cerebro? Si no tuvieras ningún deseo, ¿cómo sería la vida? Sería como la de esa gente que va por el mundo sin contacto con sus emociones, dejando que solamente su cerebro empuje el carruaje. Obviamente, tampoco podés descuidar el carruaje, porque tiene que durar todo el trayecto. Y esto implicará reparar, cuidar, afinar lo que sea necesario para su mantenimiento. Si nadie lo cuida, el carruaje se rompe, y si se rompe se acabó el viaje.  Recién cuando puedo incorporar esto, cuando sé que soy mi cuerpo, mi dolor de cabeza y mi sensación de apetito,  que soy mis ganas y mis deseos y mis instintos; que soy además mis reflexiones y mi mente pensante y mis experiencias... Recién en ese momento estoy en condiciones de empezar, equipado, este camino, que es el que hoy decido para mí. 

Jorge Bucay